viernes, 1 de febrero de 2013

Capítulo 5




La nota que había encontrado era extraña. ¿Qué sentido tenía que alguien me dejara una nota? Dejar notas me parecía una estupidez... una de las grandes. ¿Quién podría haber sido tan... estúpido como para dejarme una nota? 

Divertida y algo irónica, dejé la nota sobre el vestido. Me miré unos instantes en el espejo de pie que se encontraba en una de las esquinas de la habitación, junto a la cómoda. Los viajes me destrozaban. La chica que me miraba desde el espejo era alguien que parecía demasiado cansada para la edad que tenía. Me acerqué aún más y pase mi dedo índice por una de mis mejillas. 

Entonces, llegó un olor. Un olor familiar. La criada había preparado un baño y los vapores emanaban un característico olor a rosas que me hechizaba. Sin pensármelo, me desnudé casi de una manera mecánica y me metí en la bañera. 

El calor del agua empezó a relajar mis músculos poco a poco. Me froté los brazos y las piernas, distraída. En realidad no pensaba en nada. Puede que pensara en la nota. Me hacía bastante gracia que alguien se tomara la molestia en escribirla. «Seguro que es de alguien que no me conoce», pensé. Luego, mi cabeza me llevó al motivo por el que estaba allí y mis músculos volvieron a tensarse.

Quería llevarme a mi tía lejos de aquel lugar. Mis abuelos, mis padres (pensar en mis padres hacía que me estremeciera, que volviera a dolerme el pecho como entonces), y ahora mi tío. Recuerdo el verano que desaparecieron mis padres como si fuera ayer. Hace ya dos años, dos. Su simple recuerdo hizo que me incorporara en la bañera por un fuerte pinchazo en el corazón. Cogí aire despacio, apretando mis manos con fuerza alrededor del borde. 

Cuando conseguí tranquilizarme, me recosté de nuevo y empecé a recordar. Mis padres y yo veníamos todos los veranos a la mansión. Era divertido venir, lo pasaba en grande jugando con mi padre en el laberinto. Nos bañábamos todos en el lago, tomábamos el té y contábamos historias familiares hasta que me quedaba dormida.  Luego mi tía organizaba grandes fiestas. Todo el pueblo venía. La mansión se llenaba de música y de vida.

Una noche, en una de las fiestas que organizaba mi tía en la mansión, mis padres desaparecieron. Nadie los había visto, nadie sabía nada de ellos. Pasaban los días y yo no pensaba en otra cosa que en jugar. Apreté los dientes, resentida por eso. Precisamente, jugando, fue como encontré los inertes cuerpos de mis padres... El fango, la sangre... 

Noté como si me ahogara, como si me faltase el aire. Sentía la presión en el pecho. Abrí los ojos y estaba bajo el agua. Una figura me sujetaba por los hombros, impidiendo que sacara la cabeza para tomar aire. No era capaz de distinguirlo. El ansia por salir a la superficie se hacía cada vez más intenso. Moví las manos en busca de un apoyo, algo que hiciera que la persona me soltase. No conseguía alcanzarlo. Hacía fuerza con las piernas contra la pared opuesta de la bañera, pero se me resbalaban los pies. 

La angustia hizo que el pánico me poseyera. En un acto reflejo, mi cuerpo tomo aire. Un aire inexistente que se convirtió en líquido, entrando en mis pulmones de una forma inminente. La primera bocanada se siguió con una segunda, aún más dolorosa. Mis manos encontraron el brazo de mi prisión y las uñas encontraron la carne. Se clavaron con la poca fuerza que me quedaba. Sentía cómo poco a poco iba abandonando, cómo iba dejando de luchar. 

La figura se tornó aún más borrosa, mis uñas abandonaron a su presa para caer dentro del agua. Me pareció que explotaba una bomba cuando mis manos entraron en el agua. La notaba helada, congelada y tan pesada como el cemento. No respondía. Pequeños espasmos recorrían mi cuerpo, que no abandonaba. Seguía luchando.

Entonces me desperté. Me había quedado dormida en la bañera. Tenía la respiración agitada y el pelo húmedo se pegaba en mi cara como una lapa. Me senté, temblando y cogiendo aire como si nunca antes hubiera respirado. Estaba mareada y tenía ganas de toser. Una bocanada. Dos. 

Recuperé la noción del tiempo y salí de la bañera. Cogí una de las toallas y la enrosqué alrededor de mi cuerpo. «Solo ha sido una pesadilla». Intentaba convencerme. «Una como las que has tenido durante dos años». Creí que habían acabado. Me parecía extraño haber dejado de tener pesadillas tan repentinamente, pero no me opuse. Dormir durante toda la noche sin sobresaltos era un placer. Puede que volver a la mansión haya vuelto a activarlo. Como un resorte para mis recuerdos. 

Miré de reojo mi figura en el espejo y me acerqué al vestido. Al extender mi mano lo vi. ¿Sangre? No podía ser. Busqué por todo mi cuerpo alguna marca, algo que me indicara que era mía. ¡NADA!

Mi respiración volvió a acelerarse. Me acerqué al espejo para buscar en las zonas donde mi vista no llegaba y entonces lo vi. Mis hombros tenían dos grandes marcas rojas donde había notado las manos de mi pesadilla en la bañera. 

Limpié la sangre, absorta por la sorpresa. Seguro que seguía dormida. No podía ser. Imposible. Cuando hube terminado con mis manos, llegué a los hombros. El simple contacto hizo que me retorciera. Me dolían demasiado. Me eché agua fría por la cara y decidí olvidar. Si ignoras algo, se te acaba olvidando. Eso hice, al menos, lo intenté. Me cepillé el pelo y me vestí. Pensaba en lo bonito que era el vestido, pero decidí no mirarme de nuevo en el espejo. 

La luz del atardecer se filtraba por la ventana. Ya sería la hora de la cena. Mi tía era una mujer impaciente, no debía hacerle esperar. Salí de la habitación y ahí estaba. La criada me esperaba, apoyada en la pared contraria a la puerta. No pude evitar dar un respingo. Era demasiado extraña. 

Sin decir una palabra, me miró de arriba a abajo y caminó por el largo pasillo hasta las escaleras. Ahora lo veía todo un poco más claro. Velas repartidas por las paredes iluminaban el camino. Bajamos por las escaleras y nos dirigimos al gran comedor. Estaba algo nerviosa, no entendía el porqué. 

Al entrar me encontré con mi tía, ya sentada y presidiendo la mesa. A su derecha, mi prima Sarah y a su izquierda mi primo Albert. Tan distintos los dos. Ella rubia; él, moreno. Toda la perspicacia de ella se resaltaba con la bondad de él. Parecía mentira que fueran mellizos. Se miraban sin decir nada. Sarah hacía caras y Albert se reía desconsoladamente. Se había cortado el pelo y ya le crecía la barba. Sin duda alguna, iba a ser tan apuesto como mi tío. 

Paseé rápidamente la mirada por la mesa. Al lado de Albert había una silla libre y ocupando la plaza siguiente estaba Jack. Supuse que ese era el sitio que me habían reservado. Me senté, saludando con un leve movimiento de cabeza y levanté la vista. Abrí los ojos tanto, que tenía miedo de que se me salieran y rebotaran por toda la mesa. 

Al lado de mi querida prima se sentaba un joven. Era muy guapo. Tenía la mandíbula cuadrada. Mechones de pelo castaño claro caían sobre su frente de una manera casi perfecta. Estudié sus rasgos sin cortarme demasiado. Paseaba por su nariz, su boca, sus cejas... Entonces sus ojos se encontraron con los míos. Eran azules. De un azul intenso. Esbozó una sonrisa arrebatadora y no pude evitar sonrojarme. 

Miré al plato avergonzada. ¿Qué acababa de pasar? Entonces lo vi. Se rascaba de forma distraída el brazo. Al alzarlo para alcanzar uno de los platos que nos separaban, la camisa descubrió cuatro pequeñas marcas de arañazos, con puntos que aún sangraban. Me miré las manos, me temblaban. Intenté contenerme, controlarlo. 

¿Había sido de verdad una pesadilla? Era obvio que no.


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